El Astrolabio

Una ficción sobre Azarquiel

Historia Novelada

Por Astrolabium

Ya la primera vez que lo vi en la pantalla de mí ordenador, me llamó la atención el acabado de la filigrana de aquella réplica de la azafea.

 

Parecía bruñida de oro viejo, aunque sabía por la descripción del vendedor, que era de latón.

Le envié, por supuesto, un enlace donde le decía que estaba interesado. Enseguida me respondió con un precio y un lugar lejano.

 

El azar, o mi trabajo, o ambos tuvieron a bien llevarme a un punto muy cercano tres semanas después.

La tarde antes de marcharme, mientras preparaba mi breve equipaje de dos noches, le llamé por teléfono.

 

Las jornadas de reuniones eran agotadoras y a pesar de ello, me sentía feliz pensando en mi pequeña aventura. La víspera de mi viaje de vuelta, quedé con él en un café cercano al hotel donde me alojaba. Yo iba con un polo rojo y una mezcla entre ilusión e intriga, por ver qué iba a mostrarme.

Me sentía como si fuera a acceder a un secreto ancestral. Intuía que iba a tener en mis manos el antiguo misterio de las estrellas.

 

No soy un romántico y tampoco soy un crédulo, pero cuando le vi aparecer supe que mi destino había cambiado. Sobre las siete y cuarto de la tarde se sentó displicentemente junto a mí.

 

Nos saludamos con el codo, no hubo apretón de manos. La pandemia había conseguido minar nuestra ya básica socialización así que las sonrisas se ocultaron detrás de las oportunas mascarillas.

 

Hubo nombres y datos, pero no los recuerdo.

 

Si viene a mi memoria el centro de la conversación, y al fondo, la réplica tan exacta y purista se exponía ante mis ojos, desnuda sobre un lienzo extendido cubriendo la metálica mesa del café.

 

Un brillo tenue atravesó el astrolabio de sur a norte. Un pulso. Una respiración. Parecía que el instrumento fuese a cobrar vida.

 

Llegó a mis manos procedente de un anticuario holandés, que aseguraba tenerlo en su poder desde hacía 40 años…” acertó a decir el vendedor.

 

Nos hicimos amigos.

 

Enseguida percibió que era la persona idónea para poseer aquella maravilla. Me rebajó su precio, aunque al final yo estaba tan exultante que le pagué un poco más de lo que previamente habíamos acordado.

 

Cuando por fin tuve en mis manos el objeto, cuando pude tocarlo, sentí la vibración.

Hacia mí convergieron todas las líneas de Hartmann del planeta como si un imán gigante se hubiera activado a mi contacto.

Me sentí poderoso.

Me sentí como un rey.

Nunca antes había experimentado nada parecido.

 

No recuerdo muy bien el regreso, salvo que conduje de noche y que la pieza viajaba en el asiento de al lado.

Cuando llegué a mi casa, me encerré en mi despacho y durante muchas noches lo estudié con todo el detenimiento de que fui capaz.

Aprendí todas y cada una de las inscripciones de ambas caras, las doce constelaciones zodiacales, los doce meses, las horas, los laboriosos nombres de los astros, los ejes, los polos, la eclíptica, los arcos y los senos, la nueva luna árabe y el eterno vaivén de las mareas.

 

Hubo una noche en la que comprendí que, si quería saber más, tenía que desmontarlo.

Las fotos que había visto del original en los museos antiguos, me decían que estaba mal ensamblado, que el montaje iba al revés. Con manos temblorosas aflojé la parte central.

 

Por un momento fui Azarquiel, fui un astrónomo de Al-Ándalus, fui un maestro orfebre de Toledo, cuando el cielo era puro y el ritmo frenético del mundo se paraba tan solo para mí. La visión fue fugaz, pero cuando recupere la línea de pensamiento racional, la azafea pesaba entre mis manos. Había descubierto otra estrella más, Azimech, perforada en su lámina, la estrella vigesimoprimera, que correspondía a Spica, La Espiga, la estrella alfa de la constelación de Virgo que aparece brillante hacia el final de la primavera. La estrella que no podía alinear a través de su bella alidada porque se hallaba oculta por la tuerca que sujetaba el eje central.

 

Después del regocijo de mi descubrimiento, y sabiendo que tenía una elaborada réplica de la azafea original de Azarquiel, la envolví en un pañuelo de seda y la guardé con mimo en el cajón de mi mesa.

 

De vez en cuando la miro imaginando otros cielos llenos de perfectas estrellas infinitas, cuyos nombres se esconden en las líneas arábigas, y cuya pronunciación aún perdura a través de los siglos.

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