El personaje del mes

Edwin Powell Hubble

Marshfield, 1889 (Estados Unidos) / San Marino, 1953 (Estados Unidos)

Por Lourdes Cardenal

Ya sé lo que pensáis de mí.


Que no soy lo bastante bueno para haber descubierto todo esto por mí mismo. Ya sé que lo habéis estado investigando, para poder ensuciar mi buen nombre con la palabra plagio.


Los hechos, por sí solos, podrían haceros creer que lo copié. Que soy un burdo falsificador y que lo único que he hecho ha sido apropiarme del trabajo, de los resultados y de los méritos de otros en mi propio beneficio. Las acusaciones en mi contra probarían que actué de mala fe. Que firmé con mi nombre solamente el trabajo hecho por otro, al que dejé en la sombra. Y que luego publiqué como único autor un descubrimiento extraordinario.


Los hechos se remontan a la segunda década del pasado siglo.


La historia insiste en cometer desde siempre la misma desgraciada coincidencia.

 

Todo buen científico sabe que la humanidad llega a las mismas conclusiones por distintas vías en las mismas o parecidas fechas. Todo hombre de ley defiende la presunción de inocencia contra todo pronóstico. Han pasado 69 años de mi muerte. Sin lugar a dudas, creo que ya no tengo nada que perder.

Nací en un brumoso noviembre de finales del siglo XIX, 1889, en Missouri, en el Medio Oeste americano.


Con ocho hermanos, mi padre, ejecutivo de una empresa de seguros, sólo deseaba que yo estudiara leyes. Y no quise defraudarle, a pesar de que la jurisprudencia no me interesaba.
A lo largo de mi vida, lo que he hecho, sobre todo, ha sido trabajar. Por supuesto que me hice abogado, y hasta tuve un despacho en Kentucky, durante un año. Luego mi padre murió y ya no tuvo sentido continuar con aquello. Lamenté mucho la muerte de mi padre, pero de algún modo, me liberó de mi promesa. Al fin pude dedicarme a lo que siempre quise.


No fui un alumno al uso.


Me consta que me tacharéis de arrogante. No me importa.

Conseguí mi propósito, y lo hice, además, de la manera menos convencional. En un siglo en el que el mundo superaba una crisis de identidad, rompiendo moldes a todos los niveles, creando música dodecafónica que perdía el sentido de la tonalidad, o pintura abstracta que renegaba de las formas reales, o literatura que bebía de las fuentes del pensamiento absurdo, yo también quise contribuir.


Me permití la licencia poética de ser un transgresor.

Marshfield, alrededor de 1900, la época poco después del nacimiento de Hubble.

Fuente: © Webster County Historical Society

La ciencia necesitaba un cambio. Einstein, el semidios, apostaba por el universo estático que dicotomizaba con su magnífica teoría relativista. Pero se equivocaba. El universo no flotaba mayestático sobre un océano vacío. Para eso, ya estaba Newton con todo su bagaje insuperable. Mi admirado Isaac Newton, que había estudiado en las mismas aulas en las que yo estudié. Caminando por los mismos pasillos de Oxford que llenaron sus pasos. En el lugar donde el gran físico tuvo sus más geniales revelaciones y donde yo bebí ansioso de sus fuentes. Interioricé todo su mundo de física teórica para saber más. Para tener recursos y argumentos incontestables. Para decirle a toda la sociedad científica lo equivocada que estaba, creyendo el paradigma de la exactitud, cuando la inexorable verdad es que nuestro universo vagaba a la deriva. Se deshacía tan rápido como le permitía la luz. Se expandía de manera dramática, sobrepasando cualquier frontera imaginable, hasta perderse en la más absoluta oscuridad.

 

Expondré en mi descargo que no era el único científico en vislumbrar este escenario. Muchos antes que yo habían estado trabajando en encontrar la certeza de las distancias estelares. El Doctor Slipher trabajaba en el desplazamiento al rojo del espectro por efecto del movimiento. La señorita Leavitt, en los intrincados caminos que nos separaban de las estrellas.

Allanado el camino, lo seguí.

 

Debo decir que fui metódico. Fui cauto. Y fui tenaz. Para mí se quedaron las incontables noches, con mi querido amigo Milton, (buscando para él otro paraíso que no se hubiera perdido), el frío que entraba por los huesos en la incómoda postura sobre el telescopio del Monte Wilson, con su helada plataforma de hierro que nos hería los pies. Nosotros llevamos el trabajo un paso más allá. Fuera de toda discusión filosófica, invertimos una parte importante de nuestra vida en aquel desagradecido trabajo de campo, acechando el ocular desde el crepúsculo. Y viendo más allá. Realizando fotografías para captar toda aquella tenue luz que nuestros ojos eran incapaces de percibir. Noche tras noche. Muchas horas. Para luego volver a calibrar los negativos con el microscopio, y poder discernir donde acababa nuestro pequeño mundo y donde se abría el vasto espacio infinito, sólo apreciable desde el momento en que nos llegaba la primera luz del universo.

 

Las conclusiones a las que llegué fueron completamente mías. Era lógico extrapolar ideas tras largos años de trabajo. Y publiqué mis datos.

 

Hasta mucho después no supe que alguien más había llegado a resultados similares por caminos distintos. No es culpa mía, sino de Newton, que el idioma más universal de la física sea el inglés.

Que las publicaciones más consultadas y más vanguardistas estén escritas en esta lengua.

El telescopio Hooker de 100 pulgadas en el Observatorio del Monte Wilson que Hubble usó para medir las distancias de las galaxias y un valor para la tasa de expansión del universo.

Fuente: © Wikipedia

Publicar en otro idioma, sin datos prácticos que lo refrenden, dos años antes, admito que tiene mucho mérito. Pero yo siempre he sido un caballero. Jamás le hubiera arrebatado a otro la gloria de tal descubrimiento.

 

Pero no lo sabía.

 

Y la verdad es que tampoco me importó. Incluso, el otro autor reconoció públicamente que yo lo había hecho mejor. Mis datos y mis leyes habían sido las claves para demostrar la teoría. Por lo tanto, no tengo nada por lo que excusarme y no lo voy a hacer.

 

Mi visión general cambió la percepción del mundo. El principio cosmológico fue el mío. Así que considero más que suficiente otorgarle el beneplácito de la duda y que mi ley lleve los dos nombres.

Esto es todo cuanto tengo que decir. El tiempo, ese factor de variabilidad, ha sido amable conmigo. La vida ha sido muy condescendiente. Me ha dado la oportunidad de ser feliz. He conocido el éxito. He disfrutado de lo que me gustaba. Por mi lado han desfilado granjeros, abogados en prácticas, jugadores de baloncesto dirigidos por mí, soldados a mi mando en el frente, sabios, actores, políticos y cómo no, mi buen amigo Milton que siempre me apoyó.

 

Ahora mismo, no estoy seguro de saber exactamente donde estoy. Mi esposa Grace siempre ha sido muy discreta al respecto…

 

Edwin Hubble, nació en Missouri en 1889.

 

Fue un modelo como hijo, llegando a estudiar por deseo de su padre la carrera de derecho que éste quería. Fue un modelo como estudiante, destacando en todos los deportes, y consiguiendo finalizar Derecho y conseguir también el grado de doctor en Física en 1917. Participó voluntariamente en la Primera Guerra Mundial alcanzando el rango de Mayor, equivalente a comandante.

 

Como científico, trabajó activamente toda su vida en el Observatorio del Monte Wilson, en Pasadena, California, desde 1919 con el Telescopio Hooker de 100 pulgadas (2,5 m), entonces el más grande del mundo, asistido por el astrónomo Milton Humanson. Muchos años más tarde, inauguró el Observatorio de Monte Palomar.

 

Tuvo un infarto de miocardio durante unas vacaciones en 1949, tres meses antes de cumplir los 60 años. Su esposa Grace, con quien se había casado en 1924, lo cuidó hasta su muerte en septiembre de 1953 en San Marino, California, por una trombosis cerebral. No se ofició ningún funeral y nadie sabe donde reposan sus restos.

Edwin Hubble en 1949, durante el proyecto de realización de un atlas celeste con el telescopio de Monte Palomar.

Fuente: © Bettmann Archive

En el ámbito científico, postuló innumerables teorías y demostraciones matemáticas, siendo la más conocida la “Ley de Hubble-Lemâitre”, con la siguiente fórmula:

V = H0 d

que determina la expansión del universo con la “constante H0” que lleva su nombre y que oscila en torno a los 70 km/segundo/mps (megaparsec) relacionando la velocidad de alejamiento de las galaxias (v) analizadas por Vesto Slipher en 1912 con el desplazamiento al rojo de su espectro, con la distancia (d) a la que se encuentran estas galaxias, considerada en función de las variables cefeidas que estudió ese mismo año de 1912 la astrónoma Henrietta Swan Leavitt.

 

De esa forma, sus datos avalaron la Teoría del Big Bang, apuntada dos años antes por el sacerdote belga George Lemâitre, haciéndola prácticamente suya.

 

Edwin Hubble desarrolló un esquema de clasificación de galaxias en 1926, todavía en uso. Fuente: © “Claroscuro del universo” CSIC 2007

 

Igualmente diseñó el sistema más utilizado para clasificar galaxias, agrupándolas según su apariencia en imágenes fotográficas tomadas por él y por Humanson. Organizó los diferentes grupos de galaxias en lo que se conoce como “secuencia de Hubble”.

 

Edwin Powell Hubble ha sido uno de los astrónomos que más han contribuido a cambiar la visión cosmológica actual.

 

El telescopio espacial más famoso de la historia y que más datos fotográficos e imágenes ha aportado a la astrofísica en los últimos años, lleva en su honor su nombre.

El telescopio espacial Hubble visto desde el transbordador espacial Atlantis. Fuente: © Wikipedia

Suya es la brillante demostración de la expansión del Universo. Irrefutable por el momento, como todo.

 

Y antes de eso, suya es también la negación de la obsoleta teoría de que nuestra galaxia era todo lo que existía en el cosmos. La totalidad del mismo. Con el estudio de las cefeidas de Andrómeda aseguró sin error que se trataba de otra galaxia como la nuestra, y que había miles, millones como ella, y que se alejaban unas de otras a una increíble velocidad, mayor cuanto más lejos estaban, hasta perderse en el vacío, desde donde ya no nos llegaba su luz.

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