El personaje del mes
Subrahmanyan Chandrasekhar
Madrás, 1910 (India Británica) / Chicago, 1995 (Estados Unidos)
Por Lourdes Cardenal
Aquel año, la estación de los monzones había venido especialmente fuerte. La ciudad de Lahore, entonces hindú y ahora pakistaní, era barrida constantemente por el agua. Nada escapaba a su cíclico castigo anual. Las reses, las cosechas, las pobres casas de paja y adobe se iban deshaciendo bajo el estrépito de la lluvia. Durante aquellos meses del verano, la faz desnuda de aquel pedazo de geografía lejana, se lavaba con implacable saña, haciendo heridas en la piel y arrastrando consigo resignación y barro.
Subrahmanyan Chandrasekhar, había nacido allí el 19 de octubre de 1910, en la antigua India británica, que desde 1947, se conoce como Pakistán.
Todo el mundo recordaba, familia o compañeros de estudios, que siempre había sido brillante, especialmente en matemáticas. Hasta los 12 años, su educación la había realizado en casa, y con profesores privados. A partir de entonces, había ido al instituto hindú. En 1925, tres años después, iniciaba su periodo universitario en el colegio “La Presidencia”.
Ciudad de Lahore hacia 1900, lugar de nacimiento de Chandrasekhar. Fuente: © Wikimedia Commons
A los 18 años, escribiría sus primeros trabajos científicos. Y un año más tarde, se había licenciado en Física. Con 19 años, la ciencia no parecía tener secretos para él, un alumno privilegiado, un estudioso incansable que había sido becado por el gobierno indio para viajar a Cambridge. Continuaría su formación académica en el Trinity College, aquel lugar emblemático que había visto pasar a tantos genios de la física, de la astronomía y de las matemáticas.
Perdido en la bulliciosa multitud del puerto de Madrás, Chandra se despedía. Sus padres y sus hermanos lo habían acompañado para tomar el barco que le abriría las puertas para seguir creciendo, y que, visto desde el muelle, impresionaba.
El S.S. Pilsna era un barco de gran calado y de gran tonelaje que hacía la ruta desde Madrás hasta Southampton, atravesando por el canal de Suez aquella parte del mundo donde los mares Rojo y Mediterráneo habían unido sus aguas gracias a la arquitectura de los hombres. Cada jueves desde 1920 hasta 1930, la línea de la Compañía Peninsular y Oriental abandonaba el puerto de Madrás rumbo a Inglaterra. El viaje duraba tres semanas y era el único medio de transporte para llegar a Europa.
En el puerto, pasaban mujeres ataviadas con saris de colores y frentes decoradas con exóticos dibujos. Pasaban otros jóvenes que querían alistarse en el ejército, familias enteras que buscaban un futuro mejor, soñadores, viajeros, súbditos del decadente Imperio Británico que acababa con los últimos rastros del colonialismo.
La escena era la vez mágica y previsible. Era una estampa costumbrista de aquellos últimos años cuando su soberana majestad aún brillaba en lo alto del cielo de Madrás y la joya de la corona refulgía en su centro.
Cuando uno se aleja del hogar es como si algo se rompiera por dentro.
En 1930, mientras se dirigía a estudiar a Cambridge, hizo un cálculo a bordo del SS Pilsna que sacudió a la comunidad astrofísica: el límite de Chandrasekhar. Fuente: © University of Bristol
A Chandra le costaba separarse de sus padres y de sus hermanos y de aquella tierra azotada por los monzones que le había visto crecer y a la que tanto amaba.
La última en besarle fue su madre. Su cálido beso perduraba aun en su mejilla cuando subió a cubierta.
No llevaba demasiado equipaje, pero sí todos los libros que pudo conseguir y, sobre todo, aquel que le regalaron por ganar un concurso sobre física cuántica. Él lo había pedido cómo premio y era el tratado de sir Arthur Eddington sobre las estrellas.
Dejó su liviano equipaje y sus preciadas posesiones literarias dentro del camarote que compartía con otros tres pasajeros y volvió a cubierta para ver cómo el enorme buque levaba anclas y empezaba alejarse poco a poco del muelle.
Le estaba resultando muy duro marcharse, pero sabía que el futuro se abría para él, que la oportunidad de dar a conocer al mundo su talento se presentaba sólo muy de vez en cuando y no podía desaprovecharla.
Cuando la pesada noche en el Índico empezaba a caer sobre el barco, Chandra contempló el cielo a través de las luces encendidas.
Se había servido la cena en el comedor de cubierta correspondiente a su clase y la mayoría de pasajeros se retiraban ya a sus camarotes.
Aún estaría un rato más mirando el firmamento y después entraría en su cabina y encendiendo una pequeña luz para no molestar a los demás, comenzaría a leer aquel libro que tanto le interesaba.
La constitución interna de las estrellas, reimpresión de 1959 sobre la primera edición de 1926.
Fuente: © Internet Archive
Después, todos y cada uno de los días que duró aquel largo viaje, los dedicaría a resolver las cuestiones planteadas en el libro de Eddington (en el que se decía que las estrellas acababan en una lenta muerte al agotar el combustible nuclear, irradiando el calor remanente al espacio hasta convertirse en espectros hechos de ceniza fría y oscura.)
Para cuando hubo llegado a Inglaterra, estaban resueltas con éxito todas las ecuaciones planteadas, de una forma que ni los grandes genios de la física del momento se habrían atrevido a presuponer, dando respuesta al enigma de la evolución y muerte estelar.
Había conseguido determinar mediante todos aquellos cálculos que las estrellas de una masa superior a 1,44 masas solares, podrían seguir dos caminos diferentes; o bien se convertían en estrellas de neutrones, algo que apenas podíamos imaginar o bien se convertían en agujeros negros con una singularidad teórica en su centro y una densidad tan infinita que ni la luz escapaba de ellos.
En cualquier caso, colapsaban infinitamente y su comportamiento sólo podía ser explicado matemáticamente.
Era una historia preciosa con un final feliz y era lo que debía haber ocurrido.
Y sin embargo no fue así.
Relaciones radio-masa para una enana blanca modelo. La curva verde utiliza la ley de presión general para un gas de Fermi ideal, mientras que la azul es para un gas de Fermi ideal no relativista. La línea negra marca el límite ultrarrelativista. Fuente: © Wikipedia
A principios del siglo XX comenzaba a apagarse el esplendor del que había sido el poderoso Imperio Británico.
Del mismo modo que la Corona Española tuvo su auge y su declive, siglos atrás, Inglaterra fue potencia mundial también durante mucho tiempo, manteniendo sus lejanas colonias protegidas por el manto del Imperio. La India fue un claro ejemplo de ello. Se mantuvo a su sombra durante muchos siglos y fue uno de los últimos feudos de la época colonialista.
Allí, los ingleses de nacimiento eran la clase dirigente y los súbditos les servían y los consideraban con sus protectores y superiores.
El joven Chandra no debía tener conciencia de la superioridad colonial inglesa cuando presentó sus resultados magníficos y perfectos frente al máximo representante británico en el campo científico, Sir Arthur Eddington.
Era absolutamente impensable que el físico de prestigio admitiera un error. Y mucho menos que sus trabajos se atreviera a corregirlos un estudiante tan joven nacido en una colonia inglesa.
Sir Arthur nunca debió imaginar el daño que le hizo y desde luego tampoco le importó. Públicamente criticó su trabajo y las conclusiones a las que llegó, lo que hizo que Chandra se sintiera inseguro y se cuestionase abandonar todo aquello que amaba y por lo que había luchado.
El joven astrofísico indio se vio relegado dentro de la comunidad científica hasta tal punto que aceptó marcharse a Estados Unidos en lugar de quedarse en Inglaterra, dónde era objeto de burlas y ridículo.
Sin embargo, siguió trabajando durante muchos años.
El suyo, fue un trabajo ordenado y tomista, disciplinado y meticuloso, abriendo interrogantes, investigando sobre ellos y plasmando los resultados al final.
Este método lo repitió al menos durante siete etapas a lo largo de su vida, en las que estudió diferentes temáticas:
En su primera etapa, realizó estudios sobre la evolución estelar donde incluiría su trabajo sobre las enanas blancas, desarrollándolo entre 1929 y 1939.
Chandrasekhar en la Universidad de Chicago, donde permaneció el resto de su carrera.
Fuente: © University of Chicago Archive
En la segunda, que se prolongó desde 1938 a 1943, trabajó sobre la dinámica estelar, incluyendo el movimiento Browniano.
En la tercera etapa, sus investigaciones se centraron sobre la teoría de transferencia radiactiva, entre los años 1943 y 1950.
De 1952 a 1961 desarrolló una cuarta etapa que estudiaba la hidrodinámica y la estabilidad hidromagnética.
La quinta etapa supuso realizar estudios sobre el equilibrio y la estabilidad de figuras de equilibrio elipsoidales, entre 1961 y 1968.
La sexta etapa resultó el estudio en profundidad de la teoría general de la relatividad de 1962 a 1971.
El desarrollo de su séptima y última etapa, fue sobre la teoría matemática sobre los agujeros negros, desde 1974 hasta 1983.
Si la historia de los descubrimientos científicos peca muchas veces de injusta en sus atribuciones y en su consecución, ésta es una de ellas, aunque la luz del reconocimiento volviera a brillar para él cuando le concedieron el Premio Nobel de física en 1983, junto a su compañero y profesor Sir Ralph Howard Fowler, precisamente por aquel primer estudio sobre las enanas blancas.
Un premio un tanto amargo, otorgado medio siglo después de que su reputación se viera tan herida, sobre todo, teniendo en cuenta que no comprendía el porqué de aquella humillación por la que Eddington nunca se disculpó directamente.
Chandra siguió trabajando hasta el final. Fue un investigador y un profesor magnífico y sus alumnos nunca lo olvidaron. Gracias a él, abrimos nuestras mentes a otros modelos diferentes a los que conocíamos hasta entonces. Incluso el observatorio de rayos X que, en su honor, lleva su nombre, nos ha dado unas imágenes también diferentes del universo conocido.
Observatorio de rayos X Chandra, telescopio espacial de la NASA puesto en orbita en 1999. Fuente: © NASA
Aunque no lo mencionó como tal ni le dio nombre, nos hizo llegar al concepto del agujero negro antes que nadie, viendo con los ojos cerrados las imágenes que la matemática dibujaba frente a él, de esos objetos perdidos en el espacio que se lo tragan todo. De esos seres vivos hechos de gravedad y misterio, que desafían los modelos físicos y matemáticos conocidos, monstruosos devoradores de luz que se alimentan de cuanto se aproxima al paso de su corazón hecho de tinieblas.